miércoles, 5 de agosto de 2009

El día que por andar de periodista casi me gano una garroteada

“Porque el color de la sangre nunca se olvida…”, gritaba el dirigente estudiantil. “Los masacrados serán vengados”, respondía la multitud al unísono. Me pregunto si aquellos que pretendían ceñirme un bate en la espalda aquella noche estaban pensando en vengar a los mártires del 30 de julio.

El día que por andar de periodista casi me gano una garroteada

30 de julio de 2009, Universidad de El Salvador (UES)

30 de julio

Sin saber mucho de qué trataba la cosa, me fui con unos amigos a la conmemoración del 30 de julio en la Universidad de El Salvador. Una celebración que recuerda la masacre, en 1975, de decenas de universitarios que lucharon por las injusticias y abusos de aquella época. Se trata de una vigilia donde asisten los que, de alguna manera, se sienten identificados con las causas de los “mártires”.

Al llegar, el ambiente era de total fiesta. Grupos de amigos platicaban animosamente mientras sonaba el Sombrero Azul. Se dejaba sentir la buena vibra y la sensación era que la fiesta apenas comenzaba. “Pero dale salvadoreño, Dale, que no hay pájaro pequeño…” continuaba la música aquella esplendida noche en el Polideportivo Universitario.

Una señora, de quien dijeron fue tía de una de las víctimas, subió al escenario para explicar a los nuevos estudiantes los motivos de la reivindicación de su sobrino. “Tenía 20 años” gritó emocionada, buen porcentaje de quienes la escuchaban tenían esa edad. Temblaba. Las páginas que sostenía no dejaron de moverse ni un solo momento. Su voz entrecortada, se ganó la atención del efervescente público que ahora meditaba sobre el heroísmo de aquel joven. Acto seguido, un político de izquierda buscó lo mismo con un ambiguo discurso, pero fracasó en el intento.

Los ánimos regresaron con la llegada al escenario del grupo Adhesivo. “Un grupo que sabemos que les gusta mucho y que el año pasado tuvimos ya en la madrugada, pero este año se los hemos traído más temprano para que lo disfruten”, explicó la animadora. Eran las 10:07 de la noche cuando arrancó el buen ska. Aplausos, gritos y baile, la fiesta había comenzado. La multitud coreaba las canciones y se dejaba llevar por la música. Hasta que llegó el momento de una canción en particular.

El vocalista inclusive ironizó, “de verdad ya la quieren… no les creo”… cruzó palabras con los músicos y comenzó a sonar… Al oír, “vale verga, vale verga, nadie se preocupa por tus mierdas” el graderío ardió y más de 700 almas vibraban al ritmo de Vale verga, uno de los mayores hits de Adhesivo. A la altura de “todos te detestan, a nadie le interesas, todos quieren que te vayas a la mierda”, el vocalista dejó de cantar y pidió que “la agarraran al suave…”

¡Esta es la U, Esta es la U, Esta es la U!

Agarrarla al suave, es algo a lo que no están acostumbrados algunos “estudiantes” de La Nacional. Como algunos miembros neuróticos de los movimientos estudiantiles. Se ha venido repitiendo que son gente que ni siquiera estudia ahí, o que no llega precisamente a estudiar. Las organizaciones se han convertido en células que acogen a todo tipo de joven que sufre algún resentimiento contra la U y le da potestad para desestabilizar a su antojo.

La Nacional es la institución donde se brinda educación superior de tipo pública. La misión de las organizaciones estudiantiles debería ser garantizar la calidad en lo académico y administrativo. Sin embargo, las organizaciones en la UES, desde sus nombres, se presentan como elementos de oposición y conflicto, al hacerse llamar Bloque o Fuerza por poner un ejemplo.

Las organizaciones están faltas de propuestas, están huecas y centran sus energías en oponerse a las decisiones de una autoridad a quien “le queda grande la yegua” configurando así el sistema anárquico que actualmente vive la universidad.
Mientras la UES no reciba la atención que merece como principal centro de formación superior, el caos administrativo continuará y se ensanchará. Y mientras las organizaciones juveniles no entiendan su naturaleza y continúen sin confiar en el sistema, seguirán pensando que todo vale verga.

¿Qué hiciste?

“Agárrenla al suave, sino, dejamos de tocar”, amenazó el vocalista de Adhesivo. Pasaron un par de minutos y el conflicto aún no se resolvía. ¿Qué pasa?, era la pregunta en el ambiente. Pensé que se trataba de algo grave y decidí sacar fotos para registrar el momento y escribir esta crónica. Lo que no pensé, es que ese impulso de periodista necio me haría sentir más tarde el mayor de los miedos de mi vida. Me acerqué lo más rápido que pude atropellando a un par de distraídos que me encontré en el camino. Cuando llegué, vi una masa de unas 20 personas que intentaban sacar a quien seguramente había originado todo.

Una persona morena, flacucha, con la cara gastada y mirada pérdida, en su camisa Bob Marley y su pelo al estilo Dread (Rastas). Le calculo unos 30 años. Lo llevaban como quien saca a un borracho de una cantina. Entre cuatro lo tomaron de pies y manos y caminaron hacia la salida. Empecé a disparar sin percatarme del escándalo que hacia con el flash. Saqué dos fotos que mostraban su rostro y ponían en evidencia el estado de aquel rasta man.

A la salida del Polideportivo, un sujeto con cara de pocos amigos, me exigió que dejara de tomar fotos. “Guarda esa mierda”, fueron sus palabras. Me encogí de hombros indiferente, pero al verlo de nuevo entendí en su mirada, que no estaba jugando y que tenía que guardar la cámara en ese instante. Guardé la cámara y me pregunté, qué habrá hecho ese chero (el rasta man)… qué problema habrá tenido, por qué fue necesario sacarlo de esa manera. Qué hizo es algo que quizá nunca sepa.

Como periodista me sentí satisfecho, había registrado un momento importante. Llegué pavoneándome ante mis amigos “sólo yo tengo las fotos, no había nadie más”…

Borra esas fotos

Como ya dije, dos fotos mostraban a aquel infeliz que habían echado del polideportivo. Se las mostré orgulloso a mis amigos y comencé a pensar en lo que iba a escribir. Sin embargo, esa alegría me duró quizá cinco minutos. Se acabó cuando vi que caminaba hacia mi aquel que me exigió que dejara de tomar fotos. No venía solo, tres de su misma calaña lo acompañaban.

Estaba más nervioso que yo. Se atropellaba al hablar y su respiración no era regular. Me exigió que le mostrara las fotos. Quería poder decirle algo, pero en aquel estado él jamás compartiría mis razones. Quería que pasara algo, que un loco hablara en mi defensa y se metiera en el problema, pero todos miraban apacibles. “Borra esta, esta también”, las dos fotos estaban eliminadas. Fue él mismo quien las borró, cuando me cachó en un intento por engañarlo.

El material ya no estaba. El susto me dejo frustración, pero también hablaba con mis amigos de que sin duda pudo haber sido peor. Lo que fue un momento incomodo sirvió para hacer chiste de las posibles opciones que tenía. Que no eran muchas en realidad, pero inventarlas resultó entretenido.

A pesar de la risa yo estaba paranoico, sentía que me vigilaban y que en cualquier momento podía llegar alguien a buscar bronca. Les pedí a mis amigos que fuéramos a buscar algo de beber, que saliéramos de aquel lugar para tomar aire fresco. Así lo hicimos. Cuando caminábamos todo mundo nos miraba con seriedad, quizá hasta reproche. Esto empeoró las cosas y comencé a sentir miedo.

En mi afán por despabilar, disfruté de una bebida gaseosa y bromeaba con mis amigos sobre el cambio climático. Pero todo era una pantalla, a media cuadra de la salida, admití que tenía miedo. “Yo también”, me respondió uno de mis amigos. Y no era para menos, varios sujetos con bates de béisbol, pedazos de regla y cepillos para raspar paredes caminaban a nuestro alrededor. Teníamos que salir de ahí, pero a escasos metros de la salida, ocurrió un nuevo altercado.

Calculo que eran unas 30 personas las que me rodearon. Me arrebataron la cámara y comenzaron a ver las fotos. Lo novedoso fue que la persona que me quitó la cámara era quien minutos antes había estado animando al público desde la tarima. Era uno de los organizadores de la conmemoración del 30 de julio. Calculo que tiene unos 30 años, vestía camisa blanca. Busqué sus ojos para reprocharle lo que hacía, pero nunca me miro. “Ahí tengo fotos de mi trabajo”, les dije. “Seguís de necio pues…”, fue la respuesta que recibí.

Comprendí que no había mucho que hacer. Los custodios de la UES miraban pacientes. El bochinchero a quien habían sacado paso a segundo plano. Ahora, este organizador y otros más que portaban sus gafetes querían eliminar toda prueba sobre el incidente. Tenían miedo, igual que yo. Su miedo era que saliera a la luz pública que durante la celebración del 30 de julio en la UES ocurrió un incidente de violencia juvenil. Mi miedo era que me asentaran un batazo en la cabeza y que despertara en una camilla del Hospital Rosales. Decidieron sacar la tarjeta de memoria de la cámara, perdí fotos importantes, pero solo hasta entonces nos dejaron salir.

Escape

Salí maldiciendo. No podía creer que los mismos organizadores hayan violentado mi cámara de esa manera. Ahí no había razones, sino ley del más fuerte. Ya afuera, nos sentamos frente a la entrada del polideportivo, al otro lado de la calle. Hablábamos sobre el incidente e inclusive sobre entrar de nuevo. Total, ya tenían lo que querían.

Pero entonces, la visita de agentes non gratos, hicieron que pensáramos seriamente en irnos de ese lugar. A dos metros de donde estábamos pasaba un tipo corpulento sosteniendo un bate, cada vez nos miraba con mayor odio. Nosotros preferíamos voltear la cabeza. Pero alrededor había grupitos de dos o tres personas pendientes de nuestros movimientos.

Un tipo se llego a sentar atrás de donde estábamos, no decía nada. Nosotros tampoco dijimos nada, pero era molesto que estuviera ahí. Más bates, más pedazos de regla, más cepillos para raspar paredes, más odio en el ambiente. Teníamos que irnos de ahí, pero ahora nos enfrentábamos además en que no podíamos irnos caminando, porque teníamos la idea de que seguro nos buscaban en el camino.

De pronto un carro patrulla de la PNC apareció desde el lado de la Zacamil, era un carro tipo sedan. Tres policías lo abordaban. Les hice parada y les expliqué lo que había pasado. Les dije que estaba en una situación de peligro y que necesitaba que me sacaran de ahí, a mí y a mis amigos. Eran las 11:05 de la noche mientras hablaba con la policía. Me dijeron que me subiera, que me iban a sacar a mí, les dije que no podía dejar ahí a mis amigos. “Ustedes están para ayudarnos”, les dije. Ellos solo se miraban y preguntaban cosas como ¿ha tomado? Uno me dijo que la PNC no tiene jurisdicción en la UES, pero aquí estamos afuera le reproché. Entonces no me pueden ayudar, pregunté, ellos se encogieron de hombros y se fueron. Pensé “vale verga con la policía”.

Lo que quedaban eran taxis. Éramos cinco personas y en aquella hora seguro el taxista buscaría aprovecharse. Nos acercamos a uno. “Señor, necesitamos ir a tres lugares, los tres son acá cerca, por cuánto nos lleva”, pregunté. Por $10 los voy a llevar dijo con voz nerviosa. En realidad no estaba caro, pero pensé que se estaba aprovechando. “Vámonos”, me dijo uno de mis amigos, yo me mantenía callado. El taxista nos dejo sin palabras cuando preguntó abatido “creen que no me agarran a pedradas el taxi”, no lo habíamos pensado, pero al imaginarnos la escena nos cagamos del miedo. “Gracias señor, nos iremos caminando”, le dije y comenzamos a caminar.

Íbamos con profundo miedo, sujetos caminaban a nuestro alrededor. Tuve el impulso de regresarme, pero seguro el taxista, por temor a las pedradas, ya no nos llevaría. De pronto un taxi vino hacia nosotros. Le dije lo mismo de los tres lugares, me dijo que nos llevaba por $6. Nos subimos. Le conté mi historia, pero él me aseguró haber oído peores. Le dije que él sería el héroe de la mía, el simplemente sonrío.

Cuando el taxista me dejo en la casa, ya era 31 de julio, día del periodista. Menudo regalo el que me he dado pensé. Quizá todos los periodistas tenemos una de estas historias, historias que uno no las comprende mientras no las vive.