sábado, 26 de julio de 2014

Piracanga


Aprender a vivir no es algo que te enseñen en la escuela, tampoco es tarea de tus padres y ni te imagines un manual con instrucciones. Se aprende con el tiempo, con los triunfos y fracasos. Con los que te rodean. Aprender a vivir depende más bien de decisiones. Aprendiendo. 

Aprendiendo.

Estoy tratando de escribir al menos un post por mes desde que inició el 2014. Con suerte lo mantengo, así que ¡aquí va el séptimo! Escribo frente al mar de Bahía donde disfruto uno de los mejores regalos que he podido darme en la vida.

Primero de julio. Despertar en Itacaré. El día anterior, la vida había sido ocho horas en un autobús.  Me había propuesto llegar aquel martes a Piracanga. No conseguí coordinar transporte así que la opción fue caminar por la playa, siete kilómetros.


Antiguo puerto de las balsas, Itacaré.

Mi equipaje son una mochila de 36 litros y un maletín donde cargo este pesado computador. Pero bien que lo traigo, que si no, no conseguía picotear estas letras. No es mucho peso, me consolé. 
 

Antes de salir compré un mosquitero, sin saber lo tanto que me iba a servir; y aun así, al menos 50 bichos me han picoteado entre la muñeca y los dedos. También compré lo necesario para hacerme un macarrón. Una de las instrucciones antes de llegar era: “Usted es responsable por su comida”.


Me salió una nueva  maletica que ya con 1.5 litros de agua me pesaba unas 12 libras. Allá va aquel valiente, como burrito de carga, hacia un lugar desconocido. Dispuesto a caminar por una playa sin saber el oleaje y bajo el ardiente sol del mediodía. Quién dijo miedo.


-     Bom día senhor, voce pode me atrevessar o rio?

-     Posso


Una vez frente al mar y una playa infinita, me amarré bien la mochila, me descalcé y comencé andar. Canté, grité, corrí… nadie podía oírme o espiarme. Me reí.

Seguí caminando y al cabo de 10 minutos comenzó a atacarme el sudor, el dolor de espalda, el agotamiento... El peso era de más y la maletica incomoda. Paré. Descansé. Me dije loco y me sentí triste. Aguebado.


Como en otras ocasiones, agarré valor de donde pude y me levanté. No era para tanto. Caminé, caminé y caminé. Quería avanzar una buena parte, así que continué y aunque no aguantaba el cansancio me decía a mí mismo “dale un poco más”.


Después de una hora sin detenerme logré ver gente. Me alivié. Al mismo tiempo encontré una palmera y caí tumbado. Dos jovencitas en bikini se acercaron. Me les lancé y pregunté si acaso sabían dónde era Piracanga.


    -     É aí mesmo, depois daquelas pessoas na praia

    -     Muito obrigado


Desde la playa, la eco aldea me pareció un exclusivo y lujoso hotel. Sin saber por dónde entrar, me fui acercando, atravesé el río con las maletas alzadas, y aunque había mucha gente, nadie me dijo nada.

Me acerqué a una pareja: Hola, soy Eduardo, vengo a la Escuela de Servicio, acabo de llegar… por la playa. Ambos me sonrieron e indicaron donde esperar.

Atardecer.

Hace unos 10 años, una líder espiritual soñó con Piracanga y emprendió una búsqueda que la trajo hasta Itacaré, un pueblito en la conocida como Costa del Cacao, en Bahía, Brasil. Desde entonces, los Inkiry, quienes comparten el sueño, se instalaron en las arenosas propiedades.


Los Inkiry son ahora unas 50 almas, entre ellos varios niños, y son el núcleo de este Centro para el Desarrollo Humano y Eco-Vila. Tienen su propia escuela y universidad. Hay un Centro Holístico donde ocurren las principales vivencias. Ahí también tiene lugar lo que vendría a ser el parque, la iglesia, el mercado, un hotel, un restaurante y la oficina de la comunidad.

Además de la tribu, aquí tienen  su casa unas 50 personas más, ellos viven en la Eco-Vila. Estas personas no forman parte de la tribu pero comparten su visión de mundo y su modo de convivencia.

Sus constantes visitantes, que llegan para realizar cursos, retiros o voluntariado, son también alrededor de 50. Esto deja una media de 150 personas interactuando en este pedazo de paraíso.

La Escuela de Servicio es la oportunidad para conocer diversos proyectos que se desarrollan desde el Centro Holístico. Yo comparto una casa con gentes de Brasil (3), Argentina, España, Uruguay y Venezuela. Antes de llegar acordamos trabajar en Piracanga seis horas al día.


Maíra, Sandra, Alexandre, Lú, Yo, Pedro, Santi, Rosa y Thomas.

En mi caso, por las mañanas hago Permacultura y por las tardes soy ayudante de carpintero. También podría trabajar como chef o como artista. Ya lo hice, pero preferí plantar y oler madera. 


La cocina de nuestra casa es vegana y tiene muchos sabores, entre ellos el salvadoreño. Mis compañeros se derriten con la sopa de frijoles y los frijoles fritos.

Cocinar nos junta para compartir ideas, sabores y risas. Somos ocho extraños. Personas que nunca antes nos vimos. Nos une el reto de vivir en armonía en una misma casa. 

Casa comunitaria de la Escuela de Servicio.

Mi rutina aquí es acordar y caminar en silencio hacia la oca del yoga, luego correr por la playa recibiendo los primeros rayos del sol y entrar chulón en las tibias aguas.

Después del desayuno de los campeones me voy al trabajo, a divertirme con la tierra. Sonriente y con ganas. Por las tardes, después de la respectiva siesta o lectura, juego un poco con madera, lijas y barniz.

En las noches siempre hay acción. Conciertos, bailes, conferencias, diversos tipos de vivencias. Yo incluso estoy en un club donde hacemos música con objetos.

Me voy a la cama a las nueve, duermo tranquilo y descanso. Aquí son tres horas antes que en El Salvador; es decir, que cuando aquí van a ser las nueve, allá van a ser las seis. Es algo que no me saco de la cabeza. Quizá porque se acerca mi regreso. Por la añoranza a mi paisito.

La próxima semana me voy al Pelourinho, el último, o el primer, destino de este gran viaje.

Arnaldo Antunes en vivo