lunes, 6 de mayo de 2013

Tener casa es barrer la casa

Hay que cuidarla. Estar pendiente de las goteras. Desempolvarla.

Que sino se avejenta.

Construirla da tanto gusto y trabajo que uno termina enamorándose de aquel pedacito de suelo, paredes y techo. Ese espacio donde las gentes acumulan babosadas.

Estoy construyendo mi casa y de piloso le he puesto nombre. Se llama Tamarindo. 

Aquí les comparto esta love story:






¿Cuántas veces hemos  visto casas que nos gustan, tal vez no en su completo, pero hay algo en ellas que gusta bastante, tanto como para tratar de reproducir esas formas?

Pues ese es mi caso. Yo voy armando mi Casa Tamarindo copiando ideas de los lugares en los que he vivido o paseado.

La Antena

Mi casa está en un lugar conocido como La Antena. Se llama así porque allá por 1970 el gobierno instaló en ese lugar una antena que retrasmitía la señal de la televisión y la radio nacional.

Durante la guerra fue derribada. De aquella estructura metálica, que seguro aportó al entretenimiento de muchos, solo quedó la herencia del nombre. 

Ahora La Antena es un caserío del cantón Tempisque, municipio de Guacotecti, departamento de Cabañas, El Salvador, en América Central.

Se trata de un potrero de aproximadamente nueve manzanas propiedad del Estado salvadoreño.

Un 40 % está lleno de pinos, eucaliptos, tecas y otros árboles. En otro 40 % hay dos maltrechas canchas de fútbol y una de basquetbol. El resto se puede decir que está poblado. 

En la comunidad hay 420 almas, según un censo del ministerio de Salud.

La mitad de los habitantes compró su parcela fuera del área estatal.

La otra mitad construyó su casa ahí porque no tenían adonde más ir.

Al terminar la guerra y con el ok del gobierno se fueron quedando al interior de una palizada y nunca han salido de ahí ni logrado un documento que los acredite como dueños.
  
Mi casa está a lado de La Antena. Si van por ahí se darán cuenta que ya es muy popular la casa de adobe que está haciendo el muchacho colocho, el hijo de don David o el hermano de “Jaime Sancocho”.

Casa Tamarindo, abril de 2013.



2012

Después de una buena paseada por cinco países regresé al mío en marzo de 2012 con el objetivo de construir una casa.

Pero no una casa común, sino mi casa, la que voy armando en el camino y a mi gusto. Una casa sobre todo sustentable y armónica. 

Lo que tenía era un pedazo de tierra heredado y un montón de ideas. Me dispuse primero a medir y cercar el área. No me fue difícil encontrar ayuda. 

Dos ex trabajadores de mi papá me ayudaron tres días, pero al siguiente lunes no llegaron y como eran mis primeros mozos pensé que quizá era yo un mal patrón.

Nada de eso. Después me enteré que mis empleados no habían llegado por estar de goma.

Me terminó de ayudar El Comandante, un lisiado de guerra, y don Adán, un tío González que me salió en el camino.

El cerco, principalmente de brotones de jiote y tempate, floreció a los dos meses de sembrado. Cabal me dijo mi abuela “este es el tiempo para brotonear”.

Hice los cimientos para la casa y compré el material para hacer los adobes, iba todo viento en popa cuando de pronto… lluvia.

Nadie hace casas de adobe en época de lluvia, pero como este arquitecto es primerizo no sabía.

Para no perder el impulso me propuse a preparar todo para comenzar la casa al inicio de la época seca. Construí un baño ecológico que a la vez serviría de bodega e instalé el agua potable. 

No podía comenzar la casa sin antes instalar el agua potable.

¿Cómo va la casa? Me preguntaban. No he comenzado aún, les decía. Y entonces me miraban como pensando “esa casa es pura paja”. Pero yo sabía lo que hacía. Lo que necesitaba era tiempo y condiciones adecuadas.

Las condiciones fueron adecuadas para otra cosa: la siembra. Sembré frutales y maderables, arbolitos que quiero como si fueran hijos. Que me entristecen cuando se los comen los zompopos y me llenan de alegría cuando compruebo su crecimiento y desarrollo.

Cuando menos sentí ya era diciembre. Ya no llovía.

Adobes 

Cada vez que veía el cerrito que formaban las cuatro camionadas de tierra blanca pensaba “esta es la peor inversión que he hecho en mi vida”.

Buena parte de la tierra se perdía con la lluvia y solo podía protegerla mientras tanto con plástico. 

Finalmente me aventé a hacer los adobes. Tres vecinos de la Azacualpa me ayudaron durante tres semanas. Hicimos 1,600 adobes, más o menos 100 por día. 

Se trata de adobes reforzados tipo TAISHIN, hechos con 4 cantidades de tierra blanca por 1 de barro. Yo además les puse zacate de arroz. “Pa´que amarre”, me dijo la sabiduría popular.

Los adobes necesitaron más de 15 días de secado al sol. Quedaron cachimbones. 

Los adobes parecían quesos gigantes.


Sin embargo, estaba preocupado por su fragilidad a la hora de trasportarlos. De Ilobasco a Guacotecti hay al menos 25 kilómetros. Una buena prensada fue la solución. En cuatro viajes que hicimos ni un solo adobe se quebró.

Camping

Ya con los adobes en el puesto y un sol radiante no había más que aventarse a construir la casa. Un joven albañil se entusiasmó como yo en la tarea y el 11 de enero comenzamos la construcción. 

Conté con la asesoría y capacitación de FUNDASAL, una oenegé involucrada en el proyecto TAISHIN. Ellos nos explicaron principalmente como amarrar las varas de castilla, algunos tipos de repello y afinado.

De ahí en adelante todo fue sentido común entre el manual de las 10 adobe-claves, el albañil, los ayudantes y yo. 

Mientras todo esto pasaba, un campamento se instaló por dos meses a un lado de la que sería la casa.

Claro que tuve miedo. Era yo solo con una hondilla en medio de la nada en una zona estigmatizada como peligrosa. A pesar de eso, nunca me ha pasado nada violento o referente a maras en La Antena. Nunca.

Para mi ventaja conté con buenos amigos y amigas que llegaban de vez en vez a compartir comida, un cafecito o simplemente a platicar.

Con solo que ellos llegaran y me dijeran “Guayo que bonita te va quedando la casa” la cara de cansancio me cambiaba y me daban más ganas de seguir haciendo bien las cosas al día siguiente.

Gracias Gorda, Flowers y Yamilek. Las extraño...


Cuando desmonté finalmente el camping me sentí triste. Era una cosa absurda porque ya tenía un techo donde protegerme. Metí las cosas en la casa y cerré la puerta. Era mi primera noche en mi primera casa.

La emoción que pensé vivir en ese momento no la sentí. La vengo sintiendo desde que me puse a cercar el terreno. Y la voy a seguir sintiendo a medida vaya ampliando la casa.

Cuesta decir “pase adelante”. Quien invita a pasar a su propia casa sabe a lo que me refiero.

Tamarindo: Casa sustentable y granja orgánica es un proyecto que vivirá hasta el final de mis días. Se trata de tecnologías apropiadas, permacultura, espiritualidad, rescate de tradiciones, respeto al planeta y apoyo a economías locales.

Se trata de reproducir un estilo de vida en sintonía con los recursos del planeta.









¿Quién construye una casa y se va? Es lo que me pregunto.

La dejo en muy buenas manos, con gente que comparte mi visión de vida. La retomaré tan pronto que nuevos recursos e ideas confluyan en la Casa Tamarindo.

Tener casa es extrañar la casa.