Ambos tenían 25 años cuando fueron desplazados. Ahora sobrepasan los 50 |
Si fuera un exiliado, quisiera entender las condiciones que
me llevan a huir y estar lejos. Una búsqueda a la membrana del por qué.
A mis treinta y cuatro junios me interesa saber lo ocurrido en
mí pasado por ejemplo, aunque no me haya pasado precisamente a mí. Saber lo ocurrido,
para que me ayude a interpretar mejor lo que se viene.
En los próximos días se cumplen 25 años de la firma de paz en
El Salvador, la cora. Una guerra civil (1980 – 1992) que hizo daño y heredó
desgracias. Yo repito que no recuerdo nada de esos años, pero hay algo que me
obliga a no ser indiferente a unos hechos tan dramáticos de los que sin duda puedo
aprender.
La semana pasada se me presentó una grandísima oportunidad
para tomarme una dosis de memoria histórica y en este contexto de aniversario no
pensaba desaprovecharla. Mi regalo en tan magna fecha.
Una experiencia tremenda. Un campamento. Un espacio y un momento
para recordar en Mesa Grande, Honduras, los tiempos de refugiado. Cuando miles
de salvadoreños huyeron para encontrar la tranquilidad que en El Salvador se
les negaba y para salvar la vida a causa de decisiones equivocadas y malvadas.
Fui con mis primos quienes nacieron con ayuda de parteras en
uno de los tantos campamentos instalados en esa llanura rodeada de pinos en el
municipio de San Marcos, departamento de Ocotepeque.
Mis primos viven ahora en El Zapote, cerquita de Santa Marta,
esa comunidad en los cerros de Victoria que representa en Cabañas una excelente
experiencia de desarrollo comunitario pos conflicto armado.
De Santa Marta salimos en excursión al menos dos buses, dos
microbuses, un pick up y que se yo cuántos vehículos más.
Tantos recuerdos de aquel lugar sobreviven en miles de
salvadoreños principalmente de los poblados fronterizos con el occidente
hondureño, sitios como la comunidad Milingo, en Suchitoto, y el municipio de
Tenancingo en el departamento de Cuscatlán. De varios lugares de Chalatenango,
entre ellos San Antonio Los Ranchos.
De tantos lugares… le ayudé a armar la tienda de campaña a
una familia de algún sitio en La Libertad. Calculamos fríamente con mi primo
que había al menos 1200 almas. Le sugerí que censáramos aquel pueblo de gente,
sin duda un dato valioso, pero resultaba un tedio en medio de un verdadero día
de camping.
Muchos jóvenes. Los hijos de los exiliados. |
Llegados a Mesa Grande nos espera un grupo de seis militares
hondureños, una venta de papas fritas y baleadas y un juego de tiro al blanco.
Desde las diez de la mañana no ha parado de llegar gente de El Salvador. Se
apean de los carros y se instalan en las pocas sombras del potrero.
Lo primero es armar las tiendas de campaña, después se saca
el machete y los hombres van a buscar leña mientras las mujeres disponen la
hornilla. “Ya está el almuerzo”, pero nadie está obligado a comer, todos se han
dispersado, saludando, conociendo el lugar, descansando.
“Ajá que van a comer los González”, dice una amiga de la
familia a quien inmediatamente se le ofrece de comer, después de saludos y bromas
la amiga se despide porque “voy de paso, quiero saber si hay agua y saludar aquellos
que ya les eche el ojo”.
Todos están pendientes de quien va llegando. De dónde serán,
habrá venido fulano o mengano. También uno se puede distraer tomándose un
trago, recordando con el compadre o los parientes las ocasiones anteriores.
En este campamento no hay un staff o un grupo encargado,
cada quien se instala dónde puede. Hay una organización del evento que no se ve
y que se desarrolla como afluente de río. Los vecinos de ese día se ayudan, de
la misma forma que lo hicieron hace más de 30 años cuando compartían una carpa
en el campamento de refugiados.
Lo siguiente es el Recorrido. El famoso recorrido consiste
en caminar una amplia extensión de terreno donde se formó un pueblo de
refugiados salvadoreños que eran asistidos por la ACNUR, institución de la ONU que
calculó que en un momento hubo unos 30 mil salvadoreños desplazados en Honduras.
Uno de los principales destinos del recorrido es el
cementerio. Mientras se camina los más viejos cuentan las historias. Comienzan
diciendo la edad que tenían. Las actividades diarias y las características de
las personas con las que convivían. Al llegar al cementerio hay que encontrar
la tumba del pariente y ofrecer unas flores.
Dos hermanos buscan desesperados la tumba de su madre. Otros,
llegados desde Estados Unidos, muestran a sus hijos la tumba del tío o tía que
nunca conocieron, ni siquiera por fotos, pero que sus padres recuerdan con
tanto cariño.
1986, el año que más se repetía en las cruces del cementerio. Esta es del 85. |
Pero el recorrido sigue, hay quien se va directo donde
estuvo su casa, el taller donde aprendió hacer hamacas, a la cancha donde
jugaba pelota. Los límites, es otra cosa presente en los relatos. Había un
punto donde ya no se podía pasar. Desobedecer esa restricción podía causar la
muerte.
“Estábamos buscando manzanas pedorras y de repente nos habíamos
salidos del límite permitido sin saberlo, los soldados hondureños eran bruscos
o tenían órdenes de ser así, nos llevaron a todos los cipotes como si éramos
prisioneros, hasta que nuestros papás nos fueron a reclamar”
En Mesa Grande había un hospital, una bodega, una iglesia,
una escuela, había talleres de aprendizaje para hacer huacales de lámina,
sombreros, hamacas, etc. “Solo quien no quiso no aprendió”, recuerda una amiga
de Santa Marta.
"Pero y Usted que no es la hija de la Rosa", "sí yo soy". |
Escenas más emocionantes se vivieron en los reencuentros.
Unas pocas pistas bastaban para identificar a los amiguitos de infancia,
vecinos de campamento o incluso amores pasajeros.
Una mujer cuenta una historia y una decena más escucha
atentamente. Otra la observa y asiente en cada afirmación de la primera, luego se
ríe sabiéndose cómplice de la oradora. La segunda mujer hace un comentario y la
primera la observa fijamente. Luego sin ningún otro preámbulo le dice el nombre
de su madre, caminan una hacia la otra, se toman de las manos y regresan juntas
hacia el camping.
Mesa Grande hoy es un potrero donde deambulan
algunas vacas. Al caminar uno encuentra señas de lo que un día fue una letrina,
un horno para hacer pan, un pedazo de lata, un bote de medicina. El potrero
está lleno de matas de espina y la resequedad de la época le da un tono desértico.
Caminamos por casi tres horas por los vestigios de los campamentos. |
Al regresar del recorrido conocí a don Eulofio Ascencio, de
76 años y originario de San Felipe, un pequeño poblado cerca de Santa Marta, donde
vivieron mis abuelos, mi madre y mis tíos. Él me cuenta que se terminó
acostumbrando al campamento y que en aquel tiempo del retorno (1987-1992)
algunos incluso no querían regresar.
Aprendió hacer sombreros y recuerda claramente a doña Mercedes,
una señora de Tenancingo que les enseñaba. A la pregunta de por qué regresar, don
Eulofio responde que a pesar de que fueron unos años difíciles fue además una
experiencia más de vida, un tiempo que no tiene que olvidarse “porque uno
siempre quiere volver donde ha vivido”.
Al responderme esto lo entiendo y entiendo el entusiasmo de
mis primos y demás compatriotas que se juntaron aquella noche de enero.
Por la noche hubo documentales, un acto donde participaron los alcaldes de San Marcos (Honduras) y Suchitoto. Teatro, danza, una misa dirigida por el obispo Luis Quintanilla, de la iglesia católica magnifica no romana y una fiesta que aunque sosa nos puso a todos a mover el cuchumbo.
Por la mañana una llovizna nos mojaba levemente, como caricia, una llovizna particular de la zona, particular de Mesa Grande que despedía con el viento del norte a quienes un día fuero sus hijos.
P.D. Mis abuelos maternos (Blanca y Raúl) fueron
los padrinos del primer casamiento de don Eulofio.